De lagartas, puteros y otras especies.



Un escalón en la puerta de entrada me convertía en un espectador de excepción. Allí, sentado en el limbo, conocí uno por uno todos los pecados capitales. Pasaban ante mi lagartas con aire de emperatices posando perpétuamente para una fotografía inexistente. Dignos puteros que montaban con igual orgullo su tractor que a una hembra dispuesta, y que después, acompañados de su mujer y sus hijos, iban a misa de once. Felicidades de escaparate a punto de desfallecer del dolor que en sus carrillos provocaba la sonrisa forzada. Las viejas hurañas, de negros vestidos y aún más negras almas, que andaban dobladas masticando insultos con sus encías desnudas, jorobadas por la vida. Quinceañeras celebrabando los picores de su recién estrenado sexo, acompañando a críos de miradas y ademanes aprendidos, con los que renunciaban a lo mejor que su condición les ofrecía en beneficio y para regocijo del poder adulto. Y los observaba con el mismo interés con el que observaba la hilera de hormigas que pasaban entre mis pies, recogiendo las migas de pan que señoras elefantas con las axilas mojadas expulsaban por la boca al mascullar un “Adéuxato” cuando salían de mi casa.
De vez en cuando la bondad pasaba por allí enfundada en boatiné satinado y calzando unas zapatillas derrotadas por unos juanetes con ansias de libertad. La veía bajar buscando en su bolsillo el pañuelo dónde guardaba una peseta para mí. Y respondiendo a sus preguntas con frases cortas y monosílabos me daban cuenta de que aquella mujer, de pura generosidad, me resultaba extraña. Y en esa extrañez me reconfortaba.